miércoles, 20 de mayo de 2009

Sunshine Coast, la otra orilla

A pesar de que Canadá es el segundo país mas grande del mundo y viajar a través de él, en ocasiones se encuentra entre el sueño y la pesadilla, no todo lo bonito está necesariamente lejos. Por otro lado, Columbia británica es mucho más que Vancouver, Whistler y el conjunto de ciudades conectadas por el tren de cercanías.

Una de las opciones que ofrece la costa del oeste es la posibilidad de alcanzar numerosos paraísos, pequeños lugares con encanto poblados de legendarios árboles, osos, granjas locales, pequeñas galerías y playas secretas.

Tras un bonito paseo de curvas con vistas al mar que recorren el oeste de la provincia de Vancouver, llegamos a la Herradura de Columbia Británica, tal y como su nombre indica, “Horseshoe Bay”. Si bien podemos disfrutar de un precioso parque con vistas al océano rodeado de espectaculares montañas, lo que realmente ejerce de imán es el ferry; y es que, aquí es donde podemos coger un barco para llegar a escenarios de una belleza abrumadora. A tan sólo 35 minutos navegando, llegamos a la Costal del Sol, “Sunshine Coast”. Aunque no predomine la biznaga ni en la dieta encontremos espetos de sardina, sin duda es un enclave digno de visitar.

En poco más de media hora, hacemos un viaje en el tiempo, nos alejamos del ruido, de las prisas, del estrés, de las bocinas, la polución y la cantidad de sin techos con los que Vancouver cuenta. En poco más de media hora, hacemos un viaje en el tiempo hacia un lugar lleno de paz donde se respira, casi intacta, la historia de la naturaleza.

El viaje, desde el comienzo estuvo repleto de aventuras y acontecimientos que hicieron la estancia más interesante. En primer lugar, la salida del barco no se efectuaba por la puerta de entrada, y Savio, -amigo y roommate- y yo, nos encontrábamos dando vueltas de un lugar para otro, mientras el ferry estaba prácticamente deshabitado. Cuando por fin logramos salir, tras una larga sucesión de coches que abandonan el barco tras los pasajeros que van a pie, perdimos el autobús. El siguiente llegaría en una hora y media y las posibilidades de caminar hasta Gibson, el lugar en el que íbamos a pasar la noche, no era la idea mas acertada. Por ello, cogimos el único taxi que había, era como si nos estuviera  esperando.

La carrera hasta el backpacker fue ni más ni menos que de 11 dólares, pero no estaba la cosa como para poner pegas. Pagué con un billete de 20 y el taxista pretendía quedase con el cambio…

Gibson es el primer sitio de interés con el que te encuentras una vez llegas a Sunshine Coast y el sitio que reservamos para dormir, Wynken Blynken Nod -recomendación de una amiga- tampoco se quedaba atrás. Lo primero que ves es la parte trasera del edificio, una gran casa de playa; tras seguir las pistas que parecían un juego de orientación, por fin logramos dar con la recepción. Entonces, la risa irrumpió con más fuerza que el escenario de océano e islas que la parte frontal del hostal ofrecía. La recepción estaba cerrada, pero en la puerta había una nota con una llave en la que la gerente comunicaba que se había ido a navegar en kayak y el lugar en el que estaba nuestra habitación. Cuando pensamos continuar con el juego de orientación, la chica en cuestión apareció para darnos la bienvenida, y entonces si, dar un paseo a remo.

Dejamos nuestras cosas en la habitación, un lugar romántico con una cama para dos y una cocina compartida por la que nadie pasó. Ambos espacios contaban con una ventana, cómo no, hacia el mar.

Salimos por la parte delantera y sonreímos por el encanto que ofrecía el paisaje. Encontramos un buen sitio para comer y la primera indicación que sólo una persona del área puede ofrecer. Con el descenso de la comida, nuestros pies ascendían por una colina bastante empinada que nos llevó a la carretera principal, Gibson Highway, donde se encontraba el cine y los grandes almacenes que robaban una parte del alma del pequeño pueblo de pescadores. Sin embargo, continuamos caminando hasta que nuestro sentido nos pidió cambiar la ruta, giramos hacia la izquierda, y nos adentramos en Pratt Road, una carretera interminable que desembocaba en el océano.

Aunque pensar en la playa, aparentemente era únicamente bajar en línea recta, resultó no ser tan fácil, pues numerosos caminos terminaban -la mayoría de ellos- en casas… Retomando el camino de la primera en la que nos metimos, una pareja de media edad nos preguntó si estábamos perdidos, el sí nos dio la respuesta acertada porque ahí fue cuando supimos de la existencia de la playa secreta. Supuestamente estaba a 200 metros, pero tras varios intentos fallidos, resultó ser poco más de un kilómetro.

Llegó el momento del descenso entre árboles, sombras, y el sonido de una ardilla que subía y bajaba por un tronco. Tras unas cuantas fotos, nos encontramos de frente con las escaleras que nos llevaron a la playa secreta… y ¡qué sitio! Desde allí pudimos contemplar diversas islas, montañas y nieve. Una playa en la que tan sólo había dos personas más. No sólo las vistas invitaban a quedarse en ese lugar de ensueño; la propia playa, de una belleza singular contaba con un tronco en la arena y unos espigones imposibles de ignorar donde las ganas de saltar se convertían en una energía de fuerza imparable. Rocas perfectas que habrán sido lugar de inspiración para mas de un artista de la zona y foráneos a lo largo del tiempo.

Cuando se está a gusto, moverse es más que una obligación, pero el atardecer nos ganaba en el tiempo y teníamos que encontrar el camino de vuelta, una carretera sin mucho tránsito, pero una carretera, al fin y al cabo. Sabíamos que llegar era cuestión de caminar, y mientras tanto, nos sorprendieron nuevos balcones que daban lugar a la misma panorámica, pero desde otra perspectiva y con otro color, esta vez más rosado que advertía de la proximidad de la noche. Tras una parada relámpago que nos hizo prometer regresar al día siguiente, llegar a Gibson tuvo su aquél, el camino nos llevó a una bifurcación que daba a otros dos y gracias a dos ancianos que pasaban por allí, pudimos llegar al pueblo.

Y entonces sí, tras cuatro horas y media caminando, nuestros pies se quejaban un poco y el estómago nos decía algunas palabras. El corazón de Gibson es una calle con algunas galerías, pequeñas tiendas y contados restaurantes y cafés. Rápidamente nos decidimos por un lugar llamado Chasters. Si el atún que tomé estaba bueno, para el postre no hay palabras; plátano y chocolate negro envueltos en un rollo con coco rallado.

Tras la cena, fuimos a por una cerveza, pero las escasas opciones nos hicieron continuar caminando hacia el muelle; el mar en calma, el silencio del agua, una imagen que cualquier retina congelaría en el tiempo. Cuando el frío llegó, volvimos al hostal y estuvimos relajados comentando el día y compartiendo historias. Y así acabó nuestra noche en Gibson, con el cansancio y la plenitud de un día mágico y completo.

 

 

 

 

 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Genial!!casi no hace falta ir para sentir lo que escribes.beso.

Anónimo dijo...

Horshoe Bay es magnífico, estuve en Vancouver en octubre pasado y tuve la suerte de que toda la semana me hizo un tiempo espléndido, hasta iba en manga corta :), y una mañana me acerqué a este lugar en autobus desde el centro, joé qué de curvas, eso sí se aprecian las casas que hay desde el mismo, me hizo gracia sobre todo una que se veía desde la carretera, era como estar en casa, color albero y con balcones y rejas maravillosas, no tengo duda alguna que será de algún español que vive allí desde hace tiempo, finalmente llegué al lugar, creo recordar que fue el único día que estuvo nublado pero no hacía frío y sí vi el ferry, pero pensé la próxima vez iré, y es posible que se repita porque este agosto me planto again en Vancouver. Besos desde Madrid de Celia

Anónimo dijo...

Creo que merece la pena aún con ausencia de espetos...

Muy bonito.

Besos.
Rósio