domingo, 29 de mayo de 2022

La rivera plateada


   Llevo dos meses caminando sola y con la mirada puesta en el suelo. Cuando me voy acercando a Santiago doy la vuelta y me cruzo con los peregrinos que, como una colmena gigante, acuden a la miel para endulzar sus plegarias frente al Santo. A mí también me gustaría adentrarme en las callejuelas históricas que llevan a la plaza del Obradoiro, pero temo que el apóstol no apruebe mi visita y hasta podrían detenerme. 
   Cada noche bebo una copa de orujo y escribo en este diario. Soy consciente de que perderlo implicaría perder mi libertad. Pero no puedo dejar de escribir, es la única forma que tengo de desahogarme y, en cierto modo, de redimirme sin entregarme. Y cada día camino con el pánico soplándome en la nuca e intentando adivinar lo que me espera en el próximo albergue. 
   La primera vez que hice el Camino sentí que caminaba sobre una rivera de agua plateada y que la vida de verdad discurría por un cauce paralelo, con el agua turbia, arrastrándolo y engulléndolo todo como en esos desastres naturales en que las casas se rompen como si fueran de cartón. Me encantaría encontrar aquella rivera, pero esta vez estoy atrapada en el cauce paralelo que me arrastra hacia una presa de hormigón.
   Y todo por un estúpido accidente que ocurrió el dos de junio. Serían las cuatro de la tarde cuando yo conducía de vuelta por Los Montes de Málaga. Acababa de comer en un bar de carretera y una oleada de sueño estaba meciéndome en cada curva. En un parpadeo más largo de lo habitual un golpe fuerte sobre el capó me hizo frenar en seco. Bajé para ver qué había ocurrido y vi lo que jamás querría haber visto. Sobre el arcén yacía un hombre y junto a él, su bicicleta destrozada. Me acerqué. Estaba inconsciente. Pensé en llamar a una ambulancia, pero al comprobar que no tenía pulso, volví a subirme en el coche y escapé del lugar tan rápido como pude. 
   Los informativos de la noche abrieron con la muerte del ciclista y en mi cabeza retumbaron las palabras acusadoras que hablaban de atropello, de muerte y de huida. Cuando el reportero mostró las marcas del frenazo me tomé cinco tilas en el intento de bajar las pulsaciones y controlar mi ansiedad desbocada. Me obsesioné con que alguien me hubiese visto e imaginé a la Guardia Civil relacionando mi coche con la estela de caucho impresa en la carretera. Antes de que la cosa empeorase, apagué la tele, preparé una mochila con lo básico y abandoné la ciudad. No se me ocurrió mejor lugar para ocultarme que la rivera plateada, así que cogí el primer tren con destino a Madrid y, una vez allí, viajé en autobús a Tuy, en la provincia de Pontevedra. 
   Desde que inicié el Camino, tomé la decisión, sólo por ser precavida, de presentarme con un nombre falso a los peregrinos. De todas formas, evitaba entrar en conversación porque sospechaba constantemente de las personas con las que me cruzaba. Me obsesionaba la idea de que detrás de esas caras de sacrificio y de las conchas colgando sobre sus pesadas mochilas hubiera un policía, un detective o incluso un familiar buscando justicia. También salía a relucir la culpa. Yo no era merecedora de compartir ni un ápice de felicidad de quienes recorrían estos senderos. Por esa razón estuve sola hasta que conocí a Pilar.
  Yo caminaba con el alquitrán pegado a la suela en una etapa interminable de asfalto, deseando volver a pisar piedras y tierra. Aguantar la ola de calor de la que no se libraba ni Galicia estaba siendo parte de mi sacrificio. Serían las doce del mediodía cuando me encontré con una señora de unos sesenta años sentada sobre una roca que había al margen de la carretera. Cuando me acerqué vi que tenía los ojos cerrados. Le pregunté si estaba bien, pero no me respondió. Le toqué la frente. Estaba ardiendo. Saqué mi botella de agua y le mojé la cabeza. La señora reaccionó entreabriendo los ojos y le acerqué la botella a la boca para que bebiera. Estaba al borde de la insolación, así que la ayudé a incorporarse y nos apartamos de la carretera para resguardarnos bajo unos alcornoques hasta que el sol relajara sus fuerzas. Cuando Pilar consiguió recomponerse repetía una y otra vez que yo era su ángel de la guarda y que, de no haber sido por mí, habría muerto por deshidratación. Me habló de su marido y de cuánto lo echaba de menos. Me contó que había fallecido cinco meses atrás de un infarto y que era la razón de su Camino. Yo escuchaba a Pilar con atención y por unas horas la imagen del accidente quedó en un segundo plano. Aunque íbamos muy despacio, conseguimos recorrer los siete kilómetros que nos quedaban para finalizar la etapa. Cuando llegamos a Redondela nuestros caminos se separaron y nos despedimos con un abrazo sincero. Esa noche no escribí miserias en el diario. Y esa noche me prometí dejar de buscar noticias sobre el atropello del que sé que jamás podré olvidarme.
   Al día siguiente no me crucé con Pilar, de hecho, no volví a verla. 
  Yo continué sin revelar mi nombre a los peregrinos. Pero, pasé de caminar de espaldas a la vida a abrazarla ofreciendo mi ayuda a otras personas. Cada día caminaba con ese propósito. No me había dado cuenta antes porque había estado con la mirada puesta en el suelo. Pero, al levantar la mirada descubrí que cada día podía hacer algo por alguien. Sobre todo, escuchar a personas que caminan solas como Pilar, pero desean un rato de compañía. En realidad, son fáciles de reconocer. Son las personas que cuando te desean buen camino te sonríen manteniendo la mirada.







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